8va Lección
Oración en el Apostolado
Tan
fundamental es la experiencia de la oración en la vida cristiana que podemos
decir sin temor a exagerar que: «Quien no ora no tiene fe». La oración es la
expresión natural y espontánea de una fe viva que da sentido y consistencia a
toda nuestra vida cristiana. La misma experiencia de la Palabra hace al
cristiano constatar que sin la oración, la fe naciente se muere, como una
plantita que no recibe el agua a su tiempo. La predicación viene a ser como la
siembra y la oración actúa como la lluvia que asegura la fecundidad de la
semilla.
Queremos
cerrar este curso «Orar evangelizando» con esta lección titulada de este modo,
para dar énfasis a la importancia y proyección que tiene la oración en nuestra
vida familiar y social. En absoluto, hay que pensar en la oración como algo
íntimo y personal. Todo lo contrario, al hacernos mejores cristianos, la
oración repercute directamente para lograr una vida nueva y diferente.
Especialmente, el apóstol madura en su experiencia de fe, se da cuenta que la
eficacia de su trabajo apostólico depende directamente de la íntima comunión
que desarrolle con Cristo nuestro Señor. Jesús lo afirma categóricamente «Yo
soy la vid y ustedes las ramas. El que permanece en mí y yo en él, ése produce
mucho fruto, pero sin mí no pueden hacer nada» (Jn 15, 5).
Así
que tanto el evangelizado como el evangelizador deben grabarse en su mente y en
su corazón que: «aflojar o abandonar la oración es debilitar nuestra relación
con Cristo» y el apostolado viene a menos. Sin una oración fervorosa, un
evangelizador tibio perderá la fe y el santo caerá en la tibieza; el de
tendencia activa se dejará llevar por un activismo estéril y el de tendencia
contemplativa se expone a la comodidad y a la pereza. Sólo la oración puede
lograr el equilibrio y el éxito en la vida apostólica. La expresión: «Dime cómo
oras y te diré cómo andas» ilumina muy bien cómo el avance o el retroceso en la
calidad de nuestra oración tiene que ver directamente con nuestra vida de fe.
Es común presentar a la oración también como el «termómetro de la fe».
Precisamente,
la experiencia apostólica que empieza a realizar el evangelizado y las
circunstancias que rodean al mismo apostolado hacen «madurar» la oración
asemejándola cada vez más a la de Cristo, que se sacrifica por entero, buscando
el bien de sus hermanos. Por ello, dedicaremos esta reflexión al planteamiento
de algunas características de la oración genuinamente cristiana:
La auténtica oración se
da en la austeridad:
Austeridad
significa sobriedad y sencillez en el estilo de vida. San Pedro nos advierte en
su primera carta: «Lleven una vida seria y sean sobrios para que puedan orar»
(4, 7). De ahí que sea preciso guardar una disciplina que nos ayude a resistir
en los momentos de sequedad donde se sienten más fuertes las tentaciones. La
oración no siempre es un gusto. Es fácil orar cuando se tiene el entusiasmo de
la primera conversión, pero una vez que estamos en el camino es todo un reto
que exige reciedumbre.
Una
persona agitada por los placeres de la vida, difícilmente profundizará en la
oración. Después de ver un programa de televisión divertido o bailar una música
incitante, nuestro espíritu no encuentra paz ni sosiego y nos hacemos incapaces
de orar. Aunque demos la impresión de piedad, si no se trabaja con vigor en desterrar
los pequeños vicios como distracción, pereza, sentimentalismos, desánimo, etc.,
no obtendremos los frutos que se esperan: paz, amor, alegría, etc. (Gal 5,
22-25).
La oración cristiana es
sufriente:
Muchos
no quieren darse cuenta de que el signo auténtico del esfuerzo espiritual que
conlleva la oración y el precio de su logro es el sufrimiento. Quien avanza sin
sufrir no lleva fruto. Las penas del corazón y la fatiga física, como en Jesús
(Lc 22, 39-46), son tan estimulantes que afloran el don del Espíritu Santo,
«dormido» bajo las pasiones y negligencias humanas. Entre más estemos
dispuestos a sufrir, mayores gracias espirituales habremos de recibir.
Por
eso no hay que desaprovechar las oportunidades de sufrir por causa de la
oración ni tener miedo al cansancio y a la sequedad que seguramente
experimentaremos en la práctica asidua de la oración. La lucha en el ámbito de
lo físico y lo mental implica necesariamente padecer «hasta derramar gotas de
sangre». La sagrada Escritura dice: «El Reino de Dios se alcanza a la fuerza y
sólo los esforzados entran en él» (Mt 11, 12).
Muchos
oran sin sufrir, pero es exactamente a causa de esta carencia que estos quedan
extraños a la pureza y a la fuerza de comunión con el Espíritu Santo. Como dice
Teofane el recluso: «Si nuestros riñones no se rompen, cansados por la fatiga,
si no luchamos por medio de la agonía, de la contrición, si no sufrimos como
una mujer que está pariendo, no lograremos dar a luz el espíritu de salvación
en el terreno de nuestra vida».
Ciertamente,
la oración es un diálogo amoroso, alegre y liberador, como se ha apuntado en
lecciones anteriores. Pero esto en nada disminuye su aspecto de exigencia y
sufrimiento al que el apóstol debe acostumbrarse. En nada debe parecer extraño
que en las correrías apostólicas vengan sufrimientos y dificultades
inimaginables. San Pedro nos advierte: «No se sorprendan, no se extrañen… no es
algo insólito lo que les sucede. Más bien alégrense de participar en los
sufrimientos de Cristo; pues en el día en que se nos descubra la Gloria,
ustedes estarán también en el gozo y la alegría» (1Pe 4, 12-13).
La oración exige
método:
Es
común escuchar que la oración es la práctica más sencilla y fácil, espontánea e
inherente a toda persona de fe. Y en parte es verdad, para las almas puras y
santas, que han alcanzado grandes gracias en la contemplación, no sin mucho
esfuerzo y disciplina, nada hay más simple y natural, gratificante y liberador,
que la misma oración. Sin embargo, para la mayoría de los cristianos sumidos
aún en la mediana de la fe, orar no es fácil. Por eso, se requiere de una
formación para lograr transformarnos en orantes verdaderos.
Si
un hombre pretende ser un virtuoso del violín para ejecutar un concierto con
gracia y naturalidad, necesitará antes muchos ejercicios y disciplinas.
Necesitará un método. Un principiante, aparte de tener la experiencia de la fe,
requerirá conocer ciertos principios espirituales e intelectuales, ¿por qué?
Porque sin ellos no encontrará qué decir y el diálogo con Dios degenerará en una
pura fantasía, sin fondo ni fruto, o se convertirá en ejercicio tedioso que
pronto se abandonará.
Por
eso se recomienda a los primerizos que, de inicio, fundamenten su oración
siempre en la Sagrada Escritura o en algún otro libro espiritual, meditando los
principios de fe que allí encontramos. Cuando nos reconozcamos distraídos o
llegue el fastidio, pongamos mayor atención a nuestra lectura o nuestro rezo.
Siempre
es bueno exigirse también físicamente, por ejemplo, arrodillarse, tomar una
postura diferente o rezar en voz alta.
Este
ejercicio intelectual, todavía no es la oración, es más bien un preámbulo, muy
útil y necesario para guiar nuestra inteligencia y animar nuestra voluntad para
así, abandonarnos en el amor de Dios que como una gracia experimentamos en
nuestro corazón. Siempre es bueno aconsejarse de un orante experimentado o
guiarse de la lectura de los grandes maestros del Espíritu: San Juan de la
Cruz, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio, etc. Para no caer en las trampas de
la pereza.
La oración es personal
y comunitaria:
La
oración se da en dos dimensiones fácilmente reconocibles. Por un lado, estamos
llamados a relacionarnos personalmente con Dios. Se trata de un relación
«vertical» que nos obliga a apartarnos para buscar mayor intimidad con Dios. De
ahí la necesidad de soledad y silencio para poder escuchar el viento suave del
Espíritu Santo. Estas palabras, soledad y silencio, se convierten para el
orante, como lo fueron para Jesús, en exigencias indispensables para poder orar
(Lc 3, 21; 6, 12; 9, 28).
Por
otro lado, la oración en unión con todos nuestros hermanos, es insustituible.
La oración comunitaria es mucho más fuerte, lógicamente, dos o más voces son
más que una sola voz. Jesús también lo dijo: «Donde hay dos o más reunidos en
mi nombre, allí estoy en medio de ellos» (Mt 18, 20). Ni duda cabe que las
peticiones son más fuertes, nos unen a todos como auténtica familia en el amor
de Cristo y nos hacen a todos sentirnos animados con la fe de los demás.
Ninguno
de estos dos aspectos de la oración debe ser descuidado. Ciertamente que habrá
personas que se sientan más identificadas con una u otra manera de orar y
sentirse alimentadas. Habrá quienes por determinadas circunstancias sólo puedan
practicar una oración personal sin sentir necesidad de la otra. Lo ordinario es
que los cristianos construyamos nuestra vida espiritual a partir de una sólida
oración personal (silencio, adoración al Santísimo, devociones) y las oraciones
comunitarias (Misa, Oficio Divino, Rosario).
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