Abajo del escrito el audio de esta lección.
En
este sermón de la montaña Jesús nos propone un programa de vida totalmente
opuesto a lo que el mundo de hoy nos presenta. Es muy difícil vivirlo, pero
vale la pena, ya que es experimentar y probar la auténtica alegría. Es la ley
máxima del cristiano, porque la salvación de los demás depende de nuestra
propia vivencia. ¡Vamos a dar testimonio! Es desolador contemplar a tanta
gente, hasta en la flor de su juventud, que carece de razones para vivir y
razones para esperar. Es tiempo que los católicos conscientes de los problemas
personales y sociales, iluminemos nuestra fe para poder dar y ofrecer a los que
no creen esas razones que llenan de alegría y entusiasmo nuestros pasos por la
tierra. ¡No podemos perder ni un solo momento en esta tarea salvadora!
Hemos
insistido a lo largo de este curso bíblico la importancia de la oración para
que la Palabra que escuchamos vaya afirmándose en nosotros. Ahora, ya entrados
en la reflexión del mensaje de Jesús, tomaremos como oración las
Bienaventuranzas (Mt 5, 13- 16). La Palabra de Dios no sólo nos comunica el
mensaje de salvación sino también en sí misma nos lleva y une a Dios. Por eso
cada que oramos con ella a través de los salmos, oraciones bíblicas, nuestra
mente se ilumina con la sabiduría divina y el alma se enciende en el amor que
es lo que garantiza la unión.
Una
vez meditado con esta enseñanza, hagamos la siguiente oración: «Te damos
gracias Señor, porque el camino de la felicidad lo revelas no a los sabios e
inteligentes según el mundo, sino a los pobres y sencillos que ponen en ti toda
su confianza. Concédenos apertura y sencillez de corazón para poder alegrarnos
en el esfuerzo de vivir esta experiencia» (Padre nuestro, Ave María y Gloria).
Con
esta nueva lección, entramos de lleno en el estudio de la vida activa de Jesús,
sus enseñanzas y milagros, el llamado a sus discípulos y la extensión de su
Reino para que este mensaje liberador llegara a todos los hombres. A eso había
venido al mundo, a traer la buena noticia a los pobres, a liberar a los
cautivos, a dar la vista a los ciegos y a proclamar que el Reino de Dios
anunciado por los profetas había llegado (Lc 4, 18- 19).
Veamos:
LA MISIÓN DE JESÚS
Mc
1, 9- 11
Una
misión tan importante y trascendental como la de Jesús no podía llevarse a cabo
con las solas fuerzas del hombre. Por ello Jesús, el Hijo de Dios, a pesar de
no tener pecado, no quiso distinguirse de los hombres y se solidarizó con los
pecadores sometiéndose a las leyes humanas de la dependencia divina, para
mostrarnos el camino de la verdadera conversión. Así que, como todos los judíos
que atendieron el mensaje de Juan el Bautista, fue al Rio Jordán y se hizo
bautizar por él.
En
ese momento del Bautismo, se rasgaron los cielos y se derribó el muro que
separaba a Dios de los hombres y el Espíritu descendió sobre Jesús para
acreditarlo como Mesías. Se rompió el silencio, Dios tomó la palabra e hizo
resonar su voz: «Éste es mi Hijo muy amado, en Él me complazco» (v. 11). Este
hecho nos indica que Jesús el «Hijo de Dios», representa la presencia salvadora.
Es digámoslo así, la presentación oficial de Jesús Dios y hombre, como el
Mesías esperado.
El
bautismo que Juan el Bautista otorgó a Cristo era un bautismo de agua que
significa conversión o cambio de vida. Jesús no podía necesitarlo pues nunca
vivió a espaldas de la voluntad del Padre. Ahora el bautismo que Cristo da a
cada uno de nosotros, es un bautismo en el Espíritu Santo, que nos injerta
definitivamente en su obra salvadora. Hay, pues una diferencia muy grande entre
los dos bautismos: El de Juan es una conversión de vida como preparación para
recibir el bautismo de Jesús, que nos llena del Espíritu Santo.
En
una lección posterior a este curso hablaremos más detenidamente sobre las
peculiaridades de este bautismo. Por lo pronto sólo hay que decir que si un
cristiano pretende vivir su seguimiento a Cristo tiene que hacer efectivo su
bautismo viviendo lleno del Espíritu Santo. El cincelazo 789 nos dice: «Cuando
no se tiene la fuerza del Espíritu Santo, no se puede difundir la Palabra de
Dios». Sin el Espíritu Santo no se puede entender ni realizar y no hay
comprensión de los planes de Dios.
Mateo
4, 1- 11
Jesús
lleno del Espíritu Santo fue conducido al desierto para ser probado durante 40
días en total soledad y ayuno. Fue una prueba durísima de la que Jesús salió
airoso por su obediencia al Padre y el amor a la Sagrada Escritura. Como en
Jesús, el Espíritu Santo también actúa en nosotros para forjarnos en las
pruebas y tentaciones para superar todas las seducciones del maligno. La obra
salvadora de Jesús es una lucha abierta contra las fuerzas del mal, por ello el
mismo Espíritu nos advierte que para cumplir nuestra misión es necesario
hacerse de una personalidad decidida frente a las acometidas de Satanás.
Antes
de seguir adelante, es necesario aclarar que no debemos confundir tentación con
pecado.
La
tentación es la sugerencia o invitación al mal que experimentamos todos; hasta
el mismo Jesús las experimentó. El pecado, en cambio, es consentir o aceptar
esta acción mala en nuestras vidas. Nunca debemos ver estas tentaciones como
pecaminosas o negativas pues son la condición normal de aquel que se decide
seguir a Cristo. Es más, como decíamos anteriormente, son necesarias al
cristiano, pues cuando son superadas nos fortifican para la lucha. San Ignacio
de Loyola, al inicio de sus ejercicios espirituales, nos previene: «Cuando te
prepares para servir a Dios prepara tu alma para la tentación».
En
las tres tentaciones, Satanás pretende hacer renegar a Jesús de su vocación
como hijo obediente del Padre, desviándolo del cumplimiento de su voluntad. En
la primera, es tentado para que satisfaga su apetito haciendo uso innecesario
de su poder.
Más
que una tentación de gula, Satanás sugería a Jesús que solucionara su problema
más fácilmente apartándose de su objetivo, que era forjar su espíritu. Pero
Jesús nos muestra el camino de cómo superar las tentaciones; se apoyará en la
Escritura para refutarlas con toda la seguridad de una victoria: «La confianza
en la Palabra de Dios es remedio seguro contra cualquier asalto». La Palabra de
Dios, como vimos en la lección introductoria, es «viva y eficaz» (Heb 4, 12-
13), porque en sí misma tiene el poder y la fortaleza. Un cristiano que no toma
la Palabra de Dios como escudo y defensa va a una derrota segura ante las
fuerzas del mal. «La Palabra de Dios es la fuerza de los hombres que quieren
tomar parte en la historia de la salvación» (czo. 79).
En
la segunda tentación, Jesús rechaza el obrar portentosamente para adquirir fama
y admiradores. Sus milagros no tienen ese fin ni pueden condicionar la fe de
sus seguidores. Él sabe que su misión redentora no se fundamentará en hechos
milagrosos sino en la aceptación de la voluntad de Dios aun a costa del
sufrimiento y la humillación. El auténtico apóstol de Cristo sabe que su misión
es convertir corazones, sin buscar ser el centro de atención o abusar de los
dones que el Señor pueda darnos, más bien realizar con la gracia de Dios el
milagro más grande: La conversión del hombre.
En
la última tentación, Satanás pretende hacer un redondo engaño ofreciéndole a
Jesús las cosas que a Él mismo le pertenecen y que pactara con él para
asegurarse el poder sobre los pueblos. La riqueza y los bienes materiales
creados por Dios responden a un orden que Él mismo ha establecido: Están
puestos al servicio del hombre y no al revés, que el hombre sirva a las
riquezas. Quizá hoy en día sea la tentación más fuerte en la que los hombres
caen. El brillo de la fama y el dinero los deslumbra para convertirlos en
socios del demonio.
El
evangelio de Jesús nos anima al trabajo y al progreso que ayuda a elevar el
nivel de vida de los más pobres. Pero no tolerará el culto al dinero y al
poder. Jesús triunfa sobre el maligno una vez más con la fuerza de la Palabra,
mostrándonos al mismo tiempo que el único camino del éxito apostólico es la
confianza absoluta en el Padre, que nos concede los bienes eternos. Así pues,
el apóstol, debe superar la tentación de dar a los hombres no lo que ellos
desean (pan, milagros, riquezas), sino la salvación verdadera. No hay mejor
apóstol que aquel que apoyado en la Palabra está dispuesto a cumplir fielmente
la voluntad de Dios.
LAS BIENAVENTURANZAS
Mateo
5, 3- 16
Las
bienaventuranzas expuestas por Cristo en el sermón de la montaña, sin lugar a
dudas, constituyen el núcleo principal de su enseñanza. Son al mismo tiempo,
una bendición sublime de alegría que se ofrece a todos los que aman a Jesús y
le siguen por sus caminos difíciles y dolorosos, pues al tiempo que las vivimos
nos hacen felices para hacer felices a los demás.
En
la mentalidad del Antiguo Testamento, es feliz el hombre que tiene salud,
muchos hijos y riquezas, prosperidad, muchas tierras y rebaños, y sobre todo
mucha paz. Ahora Jesús rompe este esquema de felicidad del mundo, para
instaurar uno nuevo que no se funda ni en la riqueza, ni en el poder, sino en
la vivencia de esta Buena Nueva. Iremos reflexionando brevemente sobre cada una
de estas exhortaciones que Jesús nos propone:
Versículo
3: Felices los pobres porque de ellos es el Reino de los cielos
El
mundo de hoy opina de otro modo. Feliz el que tiene muchas riquezas, el que
domina al otro con el poder. La medida de Cristo es totalmente distinta,
consiste en atesorar para Dios, no para uno mismo. La verdadera riqueza es la
pobreza evangélica, que no es una casualidad o una desgracia del destino sino
la elección de una vida desprendida para obtener el Reino de Dios.
Es
muy importante que no materialicemos o espiritualicemos el término «pobre». El
evangelio siempre que lo utiliza lo referirá en un doble sentido que implica
carencia de bienes y sumisión a Dios. La posesión de bienes no se opone
directamente a la confianza en Dios, pero si nos pone en peligro de dividir
nuestra atención. Así también, se puede ser pobre materialmente hablando y no
serlo espiritualmente por tener nuestro corazón afanado y deseoso en lo que no
se tiene.
Hace
falta pues, tener el espíritu de pobre para poder vivir en medio de los bienes
y cuestiones materiales sin poner en ello nuestro corazón. La pobreza de los
cristianos debe sintetizar muy bien estos dos aspectos en relación con los
bienes y la confianza en Dios. Santa Teresa lo expresó muy bien: «Hacerse pobre
en lo exterior sin serlo en lo interior es engañar al mundo».
Versículo
4: Felices los que lloran porque recibirán consuelo
Los
pobres que pagan el tributo de la sed y el hambre, los que se alimentan con la
comida amarga de las lágrimas, son llamados nuevamente felices. La dicha de las
Bienaventuranzas existe incluso en medio del sufrimiento pues es totalmente
interior y pertenece al hombre que habiendo renunciado al dinero, a la
violencia y al rencor, toma la paz y el consuelo que le ofrece el Señor.
El
llanto al que se refiere el evangelio, no es aquel sentimiento barato sino el
fruto de las aflicciones que experimenta el seguidor de Cristo. Así también el
consuelo no es un premio para el más allá, sino la experiencia íntima que
realiza el cristiano al sentirse objeto de la atención divina.
Dios
se preocupa especialmente por la suerte de los que lloran. Si algo hemos
aprendido a lo largo de toda la historia de la salvación es que el camino de la
felicidad pasa necesariamente por la aflicción.
El
sufrimiento es la semilla y el anuncio de las más grandes alegrías. Bien decía
san Francisco: «Tanto bien espero que todo sufrimiento para mí es una alegría».
Esta experiencia del santo de padecer sufrimiento y aflicción también le
capacitaba para ejercer de manera admirable el oficio de consolador.
Versículo
5: Felices los pacientes porque recibirán la tierra en herencia
Los
pacientes y los perseverantes son todos aquellos que confiando en las promesas
de Dios trabajan por un Reino de justicia para todos; este reino es la tierra
prometida a los que trabajan por ella. No hay que situarlo en un lugar fuera
del espacio y del tiempo porque está presente donde la Palabra de Dios es
anunciada y recibida. En la medida que me habrá a la acción de Dios en mi vida
voy haciendo presente en este mundo, este nuevo reino de justicia, amor y paz.
El
Reino empieza en el mismo momento en que alguien se hace solidario con sus
hermanos y acepta las Bienaventuranzas como una opción. Sólo hay una cosa
valiosa: El Reino de Dios y sus riquezas, por eso el hombre al descubrirlo
actúa paciente y fervorosamente para desprenderse de todo cuanto posee, pues
sabe que el encontrarlo es la más grande alegría.
Versículo
6: Felices los que tienen hambre y sed de justicia
Hambre
y sed de justicia, significa no estar contento ni pasivo ante la maldad del
mundo actual que impide la realización del hombre como hijo de Dios. En el Antiguo
Testamento, la justicia que pedía el profeta, era la que correspondía en
derecho a todo hombre, como la vida digna, el alimento, la vivienda, la
educación, etc. Ahora en Mateo, la justicia es santidad al modelo de Cristo,
que cumplió la voluntad de Dios con sobreabundancia, superando lo propuesto por
las leyes y mandamientos.
Hambre
y sed de justicia es vivir en disposición interior de buscar con todas las
fuerzas la adhesión a Cristo y el cumplimiento de su voluntad. Significa tender
a la perfección cristiana como una sed inextinguible que solamente en Dios, que
es el agua viva, se puede saciar.
El
bienaventurado es el sediento de Dios que no sólo se conforma con saciar su
propia sed y guardarla para sí mismo (¡eso no sería justicia!). Debe luchar por
«hambrear» de Dios a los que lo rodean dándose cuenta que es la única forma de
lograr justicia en el mundo.
Este
llamado de Cristo es una exhortación fuertísima por todos aquellos que habiendo
experimentado la necesidad de Dios nos hemos instalado en cómodo lugar y ya no
experimentamos la sed ardiente de Dios ni para nosotros ni para los demás; y
hemos perdido de vista la meta de la santidad, que equivale a la muerte
espiritual. La madre Teresa de Calcuta hablando de este llamado a la santidad
nos dice: «No es un lujo de pocos sino la obligación de todos».
Versículo
7: Felices los compasivos porque obtendrán misericordia
No
es esta bienaventuranza una cuestión de sentimientos referida a las personas de
corazón de pollo. Por «misericordia» entendemos más bien, los actos concretos
de misericordia y compasión. Como en la parábola del buen samaritano: Ser
misericordioso equivale a «actuar» con misericordia. La compasión por otro
hombre, no es verdadera más que cuando se expresa en actos concretos. Lo dice
el refrán: «Obras son amores y no buenas razones».
Amor
y misericordia son la esencia de la naturaleza divina. Dios nos ama con amor
eterno y exige al hombre amarlo con todo a Él y a todos los que Él ama. Por
ello el amor al prójimo es amor a Dios y la compasión por el prójimo caído
responde al amor de la obra de Dios. El amor de Dios y el amor al prójimo están
de la mano, no se pueden dar el uno sin el otro. San Clemente de Alejandría
decía: «Has visto a tu hermano, has visto a tu Dios».
Versículo
8: Felices los de corazón limpio porque ellos verán a Dios
Las
exigencias de esta bienaventuranza abrazan a la persona en todos sus aspectos,
no sólo la pureza sexual. La limpieza de corazón se refiere a no estar
contaminados por el amor de los falsos ídolos de la actualidad como son la
riqueza, el poder, la comodidad y la vida placentera. Las exigencias de Cristo
son siempre totales, quiere pureza y desprendimiento de todo, para poder
abrazar «la verdad que nos hace libres» (Juan 8, 32) y poder contemplar a Dios
y las cosas tal como son.
En
el mundo en que vivimos las cosas están montadas de tal manera que favorecen un
engaño con las cosas, «las apariencias engañan». Por esto se exige una
consagración a la verdad en los actos de nuestra vida personal para que podamos
ser limpios de corazón y transparentemos a Dios y a su Palabra. Es de desear
entonces, esa simplicidad vigorosa e inteligente para poder ver y descubrir con
claridad de corazón y ojos de espíritu a Dios presente en el mundo. La pureza
cristiana es el más perfecto testimonio. El pintor beato Angélico batallaba por
expresar en sus pinturas el rostro de Cristo por no encontrar un modelo
adecuado y al final exclamó: « ¡Para pintar a Cristo, sólo hay un
procedimiento, vivir con Cristo!».
Versículo
9: Felices los que trabajan por la paz porque serán reconocidos como hijos de
Dios
La
paz es la más grande herencia que Cristo nos deja «Mi paz os dejo mi paz os
doy» (Juan 14, 27). Esta paz no se refiere propiamente a la paz del mundo, que
al final de cuentas puede ser arreglada por una firma de los contendientes,
sino la Paz que nos hace vivir en medio de los fracasos y dificultades con el
alma llena de serenidad y calma.
Esta
bienaventuranza no es desde luego, para los cruzados de brazos que por
conservar «su paz» no hacen nada por remediar las injusticias consecuencia del
pecado. Esta «paz» cómoda y egoísta de los que no quieren meterse en problemas,
no es causa de felicidad.
La
paz a la que se refiere el evangelio es aquel fruto de la lucha evangélica por
otorgar la paz a los que se ama. Gandhi es una personalidad de nuestro tiempo
que encarnó este ideal evangélico para liberar a su país de la opresión de los
poderosos con las solas fuerzas del amor. Se dio cuenta que la antigua ley de Talión
«ojo por ojo, diente por diente» no era una solución para la injusticia; la
violencia siempre origina más violencia. Así que para hacer realidad sus
profundos anhelos de paz eligió el camino activo de la «no-violencia», es
decir, vencer el mal a fuerza del bien, derrotar a la injusticia a costa de la
justicia. La fuerza espiritual y moral que alcanzó su movimiento fue suficiente
para lograr la independencia de su país.
Versículos
10- 13: Bienaventurados los que son perseguidos por causa del bien porque de
ellos es el Reino de los Cielos
El
estar unidos a Cristo y compartir su misión salvadora nos hace plenamente
felices; porque al participar de sus sufrimientos tenemos la garantía de
participar también de la alegría de su resurrección. Jesús perseguido,
injuriado y maldecido, proporciona a sus amigos y seguidores una suerte como la
suya. El rechazo y la persecución son la marca del cristiano que lucha por el
bien.
¿Por
qué felices en el sufrimiento? Es un misterio inaccesible a la razón humana,
pero no para los corazones que aman. Amor y sufrimiento son, en la cruz de
Jesucristo nuestro Señor, la más grande síntesis de la presencia de Dios en la
vida del hombre. A partir de este sacrificio máximo con el que Jesús salva a la
humanidad el sufrimiento, ya no es una insensatez sino el medio por el cual el
cristiano comprueba y ratifica su real seguimiento a Cristo. Santa Gema Galgani
aconsejaba: «Haciendo la voluntad de Dios toda cruz se cambia en alegría y se
hace dulce el sufrir, de suerte que en realidad no hay cruces ni pesares para
quienes viven estrechamente unidos a Él».
Mateo
5, 13- 16
Viviendo
las Bienaventuranzas, el cristiano se convierte en sal y luz del mundo, es
decir, un fermento de nueva humanidad. La alegría y novedad del Reino de Dios
no pueden de ninguna manera perder fuerza u ocultarse por miedo, sino que debe
hacerse presente como testimonio de vida para llevar a todos los hombres al
encuentro de Dios.
Jesús
tomó el símbolo de la sal, porque es necesaria para darle sabor a la vida. Un
cristiano que no se esfuerza en vivir con radicalidad las bienaventuranzas es
como la sal insípida que no sirve para nada y lo que es peor perjudica, porque
su testimonio triste y desabrido aleja a los que buscan a Dios. En cambio, el
cristiano consciente de su misión salvadora, se empeña en vivir más
profundamente el ideal evangélico experimentando una alegría profunda y
contagiosa que atrae y cuestiona.
Ocultarse
por miedo, es una actitud negativa que impide que el mundo se ilumine con la
luz del evangelio que debe irradiar a los cristianos. ¡Es una falsa humildad, cobarde!
Ya se comprenderá el por qué las cosas andan como andan, si faltan los hombres
santos que vivan y encarnen el evangelio. El czo. 604 dice: «Sólo hace falta
que el ideal evangélico se encarne en el hombre religioso para que la gente se
acerque y acepte a Cristo» ¡Casi nada!
Mateo
5, 38- 43
Esta
enseñanza de Jesús resume el mandamiento máximo del cristiano: «Amar al prójimo
sin medida». La ley del «desquite» es superada por Cristo que se hace presente
en nuestra vida como manantial inagotable de amor. Lo que es imposible para las
fuerzas humanas es posible para Dios que nos capacita para buscar y perdonar a
nuestros enemigos. Dios suscita en nosotros auténticos sentimientos de amor
para solucionar los problemas de la convivencia humana. Por ello, san Vicente
de Paul expresaba: «Uno de los actos principales de la caridad es soportar a
nuestro prójimo y conviene tener como regla inquebrantable que las dificultades
que surgen con nuestro prójimo provienen más de nuestro mal humor no
mortificado que de cualquier otra cosa».
Marcos
9, 33- 35; Lucas 14, 7- 11
Ambos
textos no necesitan de mucho comentario. Afirman que las cualidades principales
que debe tener el seguidor de Cristo son la humildad y el servicio. La humildad
como garantía de que no hacemos solamente lo que se nos antoja, sino la
voluntad de Dios y el servicio como expresión real del amor al prójimo. Ambas
cualidades no pueden estar separadas. Un servicio que no es humilde no es
auténtico, y una humildad sin obras es inútil. La verdadera grandeza no está
entonces en aquél que sirve con afán de prestigio y poder, sino en aquél que en
actitud de servicio se interesa por el prójimo de manera afectiva y efectiva.
TAREA
mandarla al correo:
1.-
¿Cuáles serán las tentaciones más comunes para el apóstol de Cristo?
2.-
¿Cuál de las bienaventuranzas te ha impresionado más y por qué?
3.-
¿Por qué Dios permite el sufrimiento para sus seguidores?
4.-
¿Te parece actual la enseñanza de Cristo sobre el servicio?
Ayúdanos para seguir con este apostolado
Gracias por apoyarnos
No hay comentarios:
Publicar un comentario