Al final del escrito el audio de esta lección
La
pasión, muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo es la máxima
expresión del amor de Dios en la que plenamente nos da su salvación. Jesús por
su gran amor al Padre y a los hombres ha dado su propia vida, porque «Nadie
tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos» (Jn 15, 13). Es con este
sacrificio que Jesús realiza la nueva y definitiva alianza que Dios mismo había
anunciado a la humanidad a través de los profetas.
Jesús
acepta voluntariamente el sufrimiento y la muerte en la cruz para dar sentido a
todos los sufrimientos humanos transformándolos en redentores por la propia
fuerza del amor. En esta lección, la Palabra de Dios nos enseñará la medida del
amor de Cristo para despertar en nosotros los mismos deseos se correspondencia,
conversión, arrepentimiento y fe renovada.
Empezaremos
nuestra lección rezando con devoción un fragmento del «cántico del Servidor»
(Is 53), en el que el profeta nos sorprende vislumbrando la pasión de
Jesucristo, sus sufrimientos y humillaciones. Jesús es el manso cordero que se
conduce voluntariamente al sacrificio aceptando llevar sobre sí el pecado del
mundo, es decir, todos nuestros pecados... tus pecados... mis pecados.
Después
hacemos la oración: «Señor, concédenos unirnos más vivamente a los sufrimientos
de tu pasión, a través de todo lo que tú permitas que suframos y con el poder
de tu Palabra confórtanos y fortalécenos para cumplir la misión personal que a
cada uno le confías» (Padre nuestro, Ave María y Gloria).
Recordatorio
de la lección anterior:
Jesús
no se acobarda ante la misión de la muerte que tiene que cumplir, al contrario
enfrenta la situación como un auténtico hombre de Dios. Se dirige a Jerusalén
consciente de los padecimientos que iba a pasar por cumplir la voluntad del
Padre. Su actitud paciente y firme está descrita en el mismo «cántico del
Servidor»: «El Señor Yahvé me ha abierto el oído; yo no me resistí ni me eché
atrás. He ofrecido la espalda a los que me golpeaban y mis mejillas a quienes
me tiraban la barba y no oculté mi rostro ante las injurias y los escupos. el
Señor Yahvé viene en mi ayuda y por eso no me molestan las ofensas. Por eso
puse mi cara dura como piedra» (Is 50, 4- 7).
Veamos:
ENTRADA A JERUSALÉN
Mt
21, 1- 10
La
entrada triunfante de Jesús en Jerusalén es claramente una manifestación
mesiánica: ¡Jesús es el Hijo de Dios! La referencia a los profetas (Za 9, 9) y
la aclamación de la gente (sal 118, 25) identifican a Jesús como el mesías
esperado por todo el pueblo de Israel. Hasta entonces Jesús se había hecho
famoso por sus prodigios y sus milagros entre los pueblos y aldeas, llega ahora
el momento de un reconocimiento público en la ciudad de David.
Todo
el pueblo reconoció en Jesús al enviado de Dios, al Salvador, al rey pacífico
que venía a liberarlos de toda esclavitud. Por eso su llegada montado en un
burro contrarió a muchos, especialmente a los sacerdotes y fariseos que no
entendían como el Mesías enviado de Dios no portara armas ni tuviera el estilo
de un general.
Esta
actitud mansa y humilde de Jesús en su entrada a Jerusalén es la propia de todo
aquel que se dispone a cumplir la misión del Padre. Él quiere darnos a entender
que el camino de la salvación no es un camino de violencia; ni su mesianismo
seguirá los gastados esquemas del poder y la gloria, sino que se manifiesta en
la sencillez. Antes que la historia nos hubiera castigado con tantas guerras y
revoluciones, Jesús sabía que todo cambio o revolución que atente contra la
libertad y opciones personales está condenado al fracaso.
Ante
el clamor de justicia de los pobres y las expectativas de la ciudad que lo
espera venir como una auténtica superestrella, Jesús se presenta como un
humilde enviado de Dios. Pese a la apariencia, la humildad de Jesús no es
debilidad de carácter, ni inseguridad, sino todo lo contrario. La humildad es
fuerte convicción de la presencia de Dios en nuestra vida, que nos hace poner
toda nuestra confianza en Él para salir adelante en las misiones difíciles. La
mansedumbre no es pasividad ni doblez sino disposición entera para cumplir los
planes divinos, lo dice humorísticamente nuestro pueblo: «Hay que ser mansos
pero no mensos».
Mt
21, 10- 13
La
decisión y deseo de Jesús por llegar hasta Jerusalén y el celo por las cosas
del Padre, se ponen de manifiesto en un gesto que pretende la purificación del
templo. La degradación y corrupción a la que había llegado la institución eran
deprimentes. Esto nos habla de un abandono general de la ley de Dios,
mediocridad, divisiones e intereses ajenos al servicio de la casa de Dios: «La
casa de oración se ha convertido en una cueva de ladrones» (V. 13).
Hoy
en día, más que nunca, estas palabras retumban en nuestros oídos y nos
amonestan en todas nuestras actitudes que nos apartan de la auténtica oración.
La casa de Dios se ha convertido en un centro de espectáculo, museo para
turistas que exhibe piezas de una antigua religiosidad, pasarela donde
criticamos los últimos diseños de novias y quinceañeras o el lugar donde me
entero de los últimos chismes del jetset o para los jóvenes el lugar ideal para
cotorrear con las chavas y chavos. Jesús vuelve a purificarnos de estos nuevos
vicios que surgen de una religiosidad superficial, producto del desconocimiento
de la palabra de Dios.
Este
gesto de Jesús también tiene una proyección profética pues su sacrificio en la
cruz también inaugurará el auténtico y el verdadero culto. Él mismo se nos
quedará como camino y templo. Todo aquel que quiera adorar a Dios en espíritu y
verdad, tiene que aceptar a Cristo como Señor de la vida.
LA ÚLTIMA CENA
Mt
26, 17- 28
La
última cena de Jesús encierra muchos y muy grandes misterios de nuestra
salvación. Primeramente, Jesús anuncia en el mismo marco del banquete pascual,
la traición de Judas, que será el inicio del drama de muerte que se aproxima.
Jesús no tiembla al conocer los detalles del complot que han tramado contra Él;
con gran dominio de sí va a identificar a Judas como el traidor. Él sabe que
esta traición responde enteramente al plan de Dios y que debe cumplirlo con
entereza para salvar a la humanidad.
La
traición de Judas ha pasado a la historia como el modelo de apostasía, cerrazón
y maldad, pero nunca debemos satanizar ni condenar la imagen de este apóstol,
porque en él vamos a descubrir muchas de nuestras actitudes. La Sagrada
Escritura nos revela de manera sutil el principio de esta traición. Judas no
había comprendido en realidad nada sobre la naturaleza de la misión de Jesús. A
diferencia de los demás apóstoles que llaman a Jesús, «Señor», él le llama
«Maestro». En realidad, no había comprendido que Jesús es el Señor; pensaba
quizás que era un profeta, un sabio o un iluminado y por eso se obstinaba en
arreglar las cosas al modo humano ignorando los modos de Dios.
Judas
es el prototipo del apóstol y discípulo que quiere estar arriba del mismo
maestro para conducir las cosas como él siente que son mejores. No acabo de
entender que la misión salvadora de Jesús exige tomar un camino radical. Nunca
debemos considerar a Judas como un demonio, porque al considerarlo así nos
condenamos a nosotros mismos que en muchas ocasiones tomamos las mismas
actitudes. A pesar de conocer a Jesús, admirarlo, convivir con Él, no estamos
dispuestos a actuar conforme a su voluntad ni recorrer junto con Él su camino
doloroso. Pobres de nosotros que traicionamos y entregamos al Señor porque
nuestra suerte será la del mismo Judas: El sin sentido de la existencia y el
dolor eterno de haber entregado al Autor de la vida. Por eso el cristiano que
quiera ser fiel a los mandatos del Señor no debe dejar nunca de preguntarse: «
¿Acaso soy yo, Señor?» (v. 22).
Lc
22, 7- 20
Jesús
como buen israelita va a celebrar la pascua todos los años, pero este último año
de su existencia terrena va a llevar la celebración a una realidad más allá de
todo entendimiento. En esta cena la entrega del pan y del vino va a tener un
significado especial. Las palabras y gestos que acompañan a estos hechos nos
van a dar un resumen de lo que ha sido su vida y misión. El pan significa su
cuerpo entregado por nosotros, el vino significa su sangre derramada en la
cruz. Al momento de ser entregadas a comunión van a ser transformadas realmente
en su propia presencia. Esta entrega será el cumplimiento definitivo de la
nueva alianza que el Padre había prometido y que se iba a sellar en el
sacrificio del Calvario.
Este
texto es el fundamento claro de la Eucaristía por la cual Cristo repite y
actualiza a cada momento su único sacrificio. Lo nuevo de cada celebración
eucarística es que Cristo vivo y glorioso se hace presente en el altar y se
ofrece nuevamente al Padre en unión con toda la Iglesia. Tal sacrificio
actualiza y conmemora la nueva alianza definitiva y eterna que el mismo Cristo
ha realizado. Al mismo tiempo en la Eucaristía Cristo se nos da como alimento
de salvación, pues no hay fuerzas de vivir el evangelio ni caminar con Él si
los hombres no se alimentan de su mismo cuerpo. Al pronunciar las palabras
«Tomen» y «Beban», «Esto es mi cuerpo», la fe misma nos confirma la veracidad
de las palabras de Cristo en las que se subraya su presencia real. No es ningún
símbolo o una figura, Cristo está realmente presente en las apariencias del pan
y del vino. Esta fe, nos hace acudir a este Pan de Vida con mayor frecuencia y
fervor seguros de que recibimos a Dios.
MI ALIMENTO ES HACER
LA VOLUNTAD DE MI PADRE
Mt
26, 36-45
La
misión que el Padre encomienda a Jesucristo, su Hijo, siempre incluye crisis
durísimas y pruebas de muerte, porque para llegar a la salvación necesariamente
pasamos por el camino doloroso de la cruz.
Jesús
como todo hombre, Él, el primero va a enfrentar la angustia real de la muerte.
Sabe que, si quiere cumplir la voluntad del Padre, tendrá que aceptar el
sufrimiento y la muerte. Este drama impresionante de dolor lo expresa Cristo
con la amarga oración: «Padre, si es posible aleja de mí esta copa. Sin
embargo, que se cumpla no lo que yo quiero sino lo que quieras Tú». (v. 39).
Para
todo aquel que se decide a cumplir la misión del Padre «Getsemaní» es el paso
obligado. El relato destaca el fallo de los apóstoles que no pudieron acompañar
la oración de Jesús. Es tal vez, el reflejo de la mayoría de los cristianos que
experimentemos en carne propia la dificultad de aceptar el sufrimiento y la
muerte como camino obligado de salvación. Es en esta «soledad» donde los
verdaderos amigos de Jesús encuentran las fuerzas para permanecer fieles
pidiendo con todo su ser: «Hágase tu voluntad».
Cumplir
la voluntad de Dios es el camino auténtico de la realización humana. Orar ante
el Padre no es cambiar su voluntad sino adaptarnos a ella. Por eso para Carlos
de Fuocauld el único rumbo que debe tomar el hombre es el cumplimiento de la
voluntad divina. Su oración era así: «Padre mío, me entrego en tus manos; haz
de mí lo que quieras; sea lo que sea te lo agradezco. Gracias por todo; estoy
dispuesto a todo; lo acepto todo. Con tal de que tu voluntad se haga en mí y en
todas tus creaturas y en todos aquellos que tu corazón ama. No deseo nada más.
Dios mío, me entrego en tus manos sin medida, con infinita confianza, porque tú
eres mi Padre».
Jn
18, 1- 11
La
primera reacción que se tiene ante la voluntad de Dios es de inaceptación y
rebeldía. El hombre se revela ante los designios divinos porque no puede
comprender que estos son el sufrimiento y la muerte. Por ello Pedro intenta
convencer a Jesús de que se aparte de este camino humillante.
Como
en otras ocasiones, Pedro no había entendido que la misión de Jesús pasa
irremediablemente por el sufrimiento, por eso Jesús lo llama Satanás. Esta vez,
nuevamente Pedro intenta desviar la misión de Jesús apartándolo con violencia
del «Cáliz que el Padre le da a beber». Este cáliz es la figura de la sangre
que Él iba a derramar. Por eso Jesús se ofrece enteramente al Padre porque sabe
que esto es lo mejor para todos. Así también el cristiano debe empeñarse en
cumplir con la voluntad divina. El cincelazo No. 543 nos resume la idea:
«Seamos testarudos solamente en querer cumplir con la voluntad de Dios».
Lc
22, 63- 71
El
relato de las «negaciones» de Pedro tiene gran fuerza expresiva pues nos
muestra de una manera clara como no bastan los buenos deseos y propósitos para
seguir a Jesús. Pedro es el discípulo que muchísimas veces le había repetido al
Maestro que nunca lo abandonaría. Pero ante la dureza de las circunstancias el
miedo lo hizo vacilar y renegó de Él públicamente. Su fe es débil muy
probablemente porque no oró junto con Jesús en Getsemaní.
Esta
es una experiencia que se repite cuando nosotros estamos deseosos de compartir
la gloria de Cristo, pero esquivamos cualquier forma de sufrimiento. La
imitación de Cristo de Tomás de Kempis nos dice: «Jesús tiene ahora muchos
enamorados de su Reino celestial pero muy pocos que quieran llevar su cruz.
Tiene muchos que desean sus consuelos y pocos sus tribulaciones. Muchos que
quieren comer de su mesa y pocos que anhelan imitarlo en su abstinencia. Todos
apetecen gozar con Él, pero pocos sufrir algo por Él».
SE HUMILLÓ HASTA LA
MUERTE
Mt
27, 27- 37
Jesús
manifiesta su grandeza de rey y Salvador abrazando por amor a la humanidad, las
múltiples humillaciones y castigos. El reúne en su persona todas las
humillaciones de los indefensos, víctimas, expulsados y oprimidos. Carga
también con todo el peso del pecado del mundo. Estos sufrimientos de Jesús son
la prueba máxima de su amor. Contemplar su cabeza coronada de espinas y todo su
cuerpo azotado es introducirnos de lleno en el mismo misterio de nuestra
salvación.
Decía
san Pablo de la Cruz: «Las penas de Cristo son las señales del Amor». Por eso,
en adelante no podemos mirar el rostro sangrante de Cristo sin descubrir
nuestra propia maldad.
Dios
nuestro Padre no es un sádico al que le agradan los dolores de su Hijo, ¡ningún
Padre quiere que le maten a su Hijo! ¡Cuanto más el Padre del cielo! Lo que
Dios realmente quería era que su Hijo fuera fiel y obediente a su misión hasta
las últimas consecuencias. Debemos decir que la muerte de Cristo fue únicamente
querida por la maldad humana. Ese es nuestro mayor pecado: Rechazar a Cristo y
conducirlo a la muerte.
Toda
esta obra redentora de Cristo se da enteramente por el Amor, nunca por el
sufrimiento. Es lógico pensar así, porque lo que al mundo le faltaba no era
sufrimiento y dolor sino el Amor y eso es lo que Cristo vino a enseñarnos: El
AMOR, escrito con letras mayúsculas, un Amor que no es sentimentalismo
superficial sino la fuerza impulsora que nos empuja a darnos generosamente a
los demás, así como Él mismo lo hizo: «No hay amor más grande que dar la vida
por lo amigos» (Jn 15, 13).
El
descubrir que este Amor de Cristo es único y personal hacia cada uno de
nosotros nos devuelve el sentido de la vida. Tomar conciencia del alto precio
al que fuimos comprados: «La Sangre de Cristo» nos empuja a devolverle amor por
amor. Esta ha sido la experiencia de los hombres de Dios que ven en el
Crucificado la muestra más grande del amor divino. Santa Teresa de Avila decía:
«Si nunca miramos a Jesús ni consideramos lo que le debemos y la muerte que
pasó por nosotros, no sé cómo podemos conocer ni hacer obras de servicio».
EN SU MUERTE NOS DIÓ
VIDA
Mt
27, 50- 55
El
momento de la muerte de Jesús es el punto culminante de la historia de la
salvación. Por eso más que describir los hechos en sí debemos preocuparnos por
su significado. Mateo presenta estos acontecimientos como un acto de
obediencia: Jesús ha aceptado este trance y entrega voluntariamente su espíritu
al Dueño y Señor de la vida. Numerosos signos acompañan la muerte de Jesús:
—La
cortina del templo se rasgó en dos partes (v. 51). Puede significar el dolor
del Padre que rasga sus vestiduras al ver su Hijo muerto, pero más seguramente,
nos quiere explicar la inauguración o apertura del nuevo templo que está
abierto para toda la humanidad. Este nuevo templo es el Santuario del Espíritu
Santo por el que somos introducidos al conocimiento del misterio de Dios. Hoy
más que nunca el hombre tiene acceso al conocimiento de Dios que es la
salvación.
—Los
sepulcros se abrieron y resucitaron varias personas santas (v. 52). Este signo
podemos interpretarlo sencillamente como la resurrección de los muertos, de los
cuales Jesús es el primero. Él es el primogénito de entre los muertos, el
primero en resucitar y abrirnos el camino de la Gloria del Padre. Cristo nos
marca con su Resurrección el camino de la vida verdadera. En adelante todo
aquel que deposita en Cristo su confianza, muere y resucita junto con Él. Más
adelante hablaremos detenidamente sobre el concepto «Resurrección de los
muertos».
—Conmoción
de toda la tierra (v. 52). La tierra tembló y todo el país se oscureció,
comentan otros evangelistas. Estos hechos impresionaron a los testigos
presentes, aun los no creyentes. Los soldados romanos sobrecogidos de temor
decían: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (v 54). Curiosamente esta
afirmación está dicha, precisamente cuando Jesús está clavado y muerto en la
cruz a donde, por su obediencia y amor al Padre, fue llevado.
El
contemplar a Cristo muerto en la cruz nos sitúa en el problema fundamental de
la existencia humana. ¿Es la muerte el fin de todo? ¿Por qué mueren los
justos?, o refiriéndolo a la vida de Cristo: ¿Es justo que un hombre que ha
pasado la vida ayudando a los más pobres tenga una muerte tan humillante? La
respuesta a estas preguntas la tenemos en la cruz, al principio repugnante y
escandalosa que estremece nuestros sentidos, pero cuando nos sobreponemos a
estos rechazos la descubrimos como el árbol de la vida y sabiduría auténtica y
el trono de los verdaderos amantes de Jesús. Es en ella donde encontramos las
respuestas para todas nuestras interrogantes. Santa Rosa de Lima afirmaba: «La
cruz es la escalera que conduce al cielo».
NO BUSQUÉIS ENTRE LOS
MUERTOS AL QUE ESTA VIVO
Mt
28, 1- 10
La
muerte no es el final de la vida de Cristo. Después de la tensión y dramatismo,
se abre un clima silencioso de espera en la Resurrección. En contraste con la
actitud cobarde de los apóstoles, una mujer seguidora de Jesús será la primera
testigo de este gran acontecimiento.
Los
últimos pasajes del relato de la pasión nos destacan que Jesús «murió
completamente» para no dejar ninguna duda: Expiró, su cuerpo fue traspasado, el
sepulcro bien cerrado, etc. Aparentemente todo está concluido pero ahora los
hechos darán la razón de la misión salvadora de Cristo. El Padre nunca abandona
al Hijo y por su gran poder lo levantará de entre los muertos.
La
Resurrección es la victoria de Cristo sobre la muerte. Jesús murió y resucitó
para que todos los que crean en Él tengan vida y la tengan en abundancia. Este
hecho es el acontecimiento fundamental de la fe cristiana en el que encontramos
la clave para afrontar desde esta esperanza y perspectiva toda nuestra
existencia. Si Cristo no hubiera resucitado, dice san Pablo, vana sería nuestra
fe. La vida sería injusta, sin sentido y sin explicación. Ahora, por Cristo,
conocemos nuestra real identidad y nuestra verdadera patria: Como hijos de
Dios, hermanos en cristo, compartiendo la gloria del Padre.
Lc
22, 44- 53
Cristo
resucitado se apareció muchísimas veces a los apóstoles dándoles muchas pruebas
y señales de que verdaderamente vivía y que no era un espíritu o una ilusión.
En todas las veces, los exhorta y manda a anunciar su mensaje de salvación a
todos los hombres, perdonando en su nombre los pecados, para ello les promete
la asistencia del Espíritu Santo.
Este
encargo de Jesús de anunciar a todos los hombres el mensaje de salvación, nos
descubre que la comunidad que nacía era esencialmente misionera. Todos los
seguidores y testigos de Jesús están llamados a salir de sí mismos, de sus
problemas y preocupaciones personales y domésticas, para abrirse a nuevos
horizontes: los de todos los hombres sin fe que no conocen el gozo de sentirse
hijos de Dios y hermanos entre sí. El cincelazo No. 105 nos exhorta: «Para
quienes creen y aman a cristo, su Resurrección es un grito de alegría que con
gusto se transmite a todos los hombres». Esta es la misión que nos compromete a
todos los que escuchamos la Palabra. Si en nosotros no nace la inquietud nueva
de llevar a los hombres a Dios, no podemos decir que hemos conocido a Dios,
sino que hemos perdido el tiempo.
TAREA
mandarla al correo:
1.-
¿Con cuáles palabras instituyó Cristo la Eucaristía y el sacerdocio?
2.-
Leyendo la pasión del Señor, narrada por los cuatro evangelistas, transcribe
las «siete últimas palabras».
3.-
expone un argumento fuerte por el cual defenderías el principio: «Cristo
clavado en la cruz es la muestra más grande del amor de Dios».
4.-
Cita las veces en las que Jesús resucitado se aparece a los apóstoles.
Ayúdanos para seguir con este apostolado
Gracias por apoyarnos
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