2da Lección
La Biblia ocupa un lugar central y privilegiado en la experiencia de la oración. No olvidemos que nos narra la Historia de la Salvación en la cual los hombres «santos y pecadores» se dirigen a Dios para alabarlo, darle gracias y pedirle favores. Por eso la Biblia presta un servicio precioso a los orantes, porque nos ayuda a comprender la dinámica de la oración en situaciones y circunstancias concretas.
Prestemos
atención a estas reflexiones para que aprovechemos las experiencias de éstos
hombres.
Todos,
al menos una vez en nuestra vida, deberíamos acercarnos a la Biblia y
considerarla con particular detenimiento, porque no sólo es la Palabra que nos
habla de Dios para que lo conozcamos más, sino que también nos une directamente
a su Misterio, haciendo posible este diálogo que es la oración. Si así lo
hacemos aprenderemos a escuchar a Dios con atención y a responder a sus
llamadas de amor que constantemente dirige a lo largo de nuestra vida. Entonces
la Biblia llegaría a ser para nosotros lo que debería ser: una escuela de
oración.
Una
escuela de oración en la que los maestros nos muestran la oración no a través
de técnicas y discursos sino principalmente a través de lecciones de la vida.
Nuestros
antepasados en la fe nos enseñan a orar en los momentos de contrariedad y nos
muestran cómo podemos obtener de Dios favores; nos enseñan también a dar
gracias por todos los beneficios que nos concede. Y aún más, nos invitan a
alegrarnos con Dios y alabarlo. La Biblia nos enseña que no hay mejor escuela
para la oración que la vida misma.
La
Biblia también nos exhorta a orar siempre, en todo lugar y en toda
circunstancia. Hemos dicho que la vocación innata del hombre es estar unido a
Dios, así que la Palabra se encarga de recordarnos que debemos estar siempre en
oración. Más aún, la experiencia de todo cristiano es que la misma Palabra nos
motiva a la oración. Siempre que escuchamos y meditamos la Palabra con
humildad, ésta nos lleva a la oración.
Así
pues hermanos, acerquémonos a la reflexión de algunos textos para comprender a
partir de la experiencia viva de los orantes de la Biblia.
EJEMPLOS DE HOMBRES QUE
REZAN
1
Sam 1. 9-18
En
la antigüedad, la esterilidad era considerada como una gran humillación que
privaba a la persona de ver prolongar sus días en los hijos. Por eso, una mujer
estéril como Ana podía sentirse muy triste y desgraciada, sobre todo cuando era
el blanco de las burlas. Pero ella en vez de resignarse oró ante Dios, sabedora
que Él tiene el poder para realizar imposibles. Ella está convencida de que por
su oración Dios le concederá lo que le pide.
Subrayamos
particularmente los v. 9. 12. 13.15. 16 que insisten en mostrar a este mujer
orando humillada ante Yahvé de los ejércitos, al punto que parecía una
borracha. Dios mira la aflicción de sus siervos y su respuesta siempre va más
allá de lo que éstos piden, pues Samuel no será sólo el hijo deseado sino un
gran profeta para todo el pueblo.
Es
muy importante hacer notar, especialmente al orante principiante, la fidelidad
y la perseverancia de Ana que oró «durante mucho rato». Nunca podemos esperar
frutos rápidos de nuestra oración pues Dios nos hace esperar para poner a
prueba nuestra humildad. Por ello se exige al orante mucho ánimo y ese deseo
punzante de súplica y humillación para alcanzar de Dios lo que El mismo quiere
darnos.
1 Sam 1, 9-18
La
Reina Ester también nos descubre en su oración que si queremos experimentar los
auxilios de Dios, debemos estar dispuestos a las más caras humillaciones. Ella
se vistió de luto, se cubrió de cenizas y castigó su cuerpo para mostrarle a
Dios la pureza de su intención: la salvación de su pueblo. «Súplica» sería la
palabra clave para tratar de explicar la naturaleza de una oración de petición
eficaz.
Hay
muchas personas que al intentar pedir a Dios gritan y exigen, sin embargo, no
son capaces de arrodillarse. Son capaces de meditar y reflexionar pero hay algo
que les impide acceder a las puertas de la verdadera oración: el orgullo y la
soberbia. Otros, en cambio, por su humildad, como la Reina Ester, logran
fácilmente este estado de súplica en su corazón y consiguen de Dios los más
grandes favores.
Es
obvio que alcanzar tal estilo de oración resulta muy difícil pues se opone a la
misma naturaleza humana. La súplica lleva a la persona a una verdadera
deflagración personal, es decir, la lleva a humillarse, a salir de sí.
La
Reina Ester no tuvo miedo ni le importó el qué dirán, se resolvió a pedir desde
el fondo de su corazón aquello que era legítimo: la Paz para su pueblo.
Para
comprender que la súplica es definitiva para la construir nuestro diálogo con
Dios. Baste ver como suceden las cosas en el plano de las relaciones humanas.
Cuando hay un problema de comunicación entre dos personas, que por puro orgullo
no se hablan, no parece haber solución posible. A menos que alguna de ellas se
resuelva a salir de sí misma, sea valiente para humillarse y darle la cara a la
otra para hacer las paces.
Y
así como la súplica es la solución a todos los problemas de comunicación, así
también es vital en la oración cristiana. Por eso, si no se está dispuesto a
pedir y a mendigar y a lanzar nuestra plegaria: ¡Señor ten piedad de mí! como
tantos pobres que alcanzaron favores de Cristo, no se puede experimentar la
gracia ni la misericordia divinas.
Mt
8, 5-13
El
Nuevo Testamento también está lleno de muchos ejemplos de hombres que oran. El
centurión romano que pide a Jesús la sanación de su sirviente es el modelo de
creyente para todos los que creemos en el poder infinito de Cristo. La
expresión «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, di una palabra
solamente y mi sirviente sanará» (v. 8), usada también en la liturgia Eucarística
para afirmar nuestra confianza en la presencia de Cristo, es la muestra de una
oración humilde y confiada.
La
seguridad y la confianza en el poder de Cristo hacen nuestra oración más viva y
eficaz, ya que tenemos por cierto que nada es imposible para Dios. Esta
expresión repetida varias veces en el Evangelio confirma la idea central de que
la fe lo puede todo. Jesús presenta a este propósito dos parábolas
significativas sobre la higuera y la montaña desplazada en el mar (Cfr. Mt 21,
18-22).
Esto
nos lleva a decir que la fe no es una adhesión intelectual a una verdad, sino
un movimiento del corazón, una adhesión personal a Cristo, el Señor
Todopoderoso
que nos da capacidad de poderlo todo. Se ve claro, en el texto en cuestión, que
la fe del centurión es lo que condiciona la eficacia de la oración.
De
este modo se comprende el porqué, a pesar de pedírselo a Dios con insistencia,
no logramos perdonar a tal persona o no logramos ser perseverantes o
caritativos o no logramos desarraigar un defecto o vicio añejo, etc. La
respuesta es obvia: No tenemos una confianza suficiente en el poder del Señor y
por eso nuestra oración es tibia.
Lc 18, 9-14
Este
publicano que no se atrevía siquiera a entrar en el templo ni a levantar los
ojos al cielo por sentirse profundamente pecador, oraba así: «Dios mío ten
piedad de mí que soy un pecador» (cfr. v .13). Él es el modelo del pecador
arrepentido, que al orar se llena de la Gracia divina, enseñándonos que en la
oración es esencial, primeramente, reconocer con humildad nuestros pecados para
reconciliarnos con Dios.
En
cambio, el fariseo que cumplía con las exigencias de la ley pero se atribuía a
sí mismo sus logros, se sentía satisfecho y creía no necesitar de la
misericordia divina, al tiempo que se sentía mejor que los demás. Un pecador
que no reconoce sus pecados y pide perdón por ellos es semejante a este hombre
que al sentirse justo o bueno se cierra a la reconciliación. Por ello, es
preciso que aprendamos la lección: Mientras no experimentemos la miseria de
nuestro pecado y no vayamos humillados a Dios a implorar misericordia, no
seremos capaces de orar.
De
hecho la oración se presenta como el recurso para que los pecadores reconozcan
sus pecados e imploren la misericordia divina. Entre más oración hagamos más
conscientes debemos ser de nuestros límites personales. Es por eso normal que
muy a menudo surja en nosotros la duda: ¿De qué me sirve orar, cuando cada día
experimento más mi miseria y debilidad? ¿Está la oración negada a pecadores
empedernidos como yo? Pero debemos entender que, precisamente es la situación a
la que debemos llegar, para poder lanzar desde el fondo de nuestro corazón
lastimado por el pecado, ese grito de súplica que no puede brotar.
En
este sentido, la fe está íntimamente ligada a la humildad, pues los actos de
confianza son el privilegio de los humildes, los elegidos en la historia de la
Salvación. Comprendemos entonces el interés de Jesús para que sus discípulos
sean humildes y aún más, tengan ese espíritu de niños para confiarse en Dios y
abandonarse en sus planes. La humildad es la condición sine qua non
puede uno fiarse de Dios y por lo tanto orar. Nunca hay que mirarse a sí mismo,
sino a Dios y lo que Él puede realizar en nosotros.
Exhortación a la
oración
La
Biblia nos presenta también numerosas exhortaciones a orar siempre, sin
desfallecer. Veamos:
Lc
21,36
«Por
eso, estén vigilando y orando en todo tiempo para que se les conceda escapar de
todo lo que debe suceder y puedan estar de pie delante del Hijo del hombre.»
Nunca
podemos dejar de orar por nuestra propia salvación, especialmente porque conocemos
que «El espíritu es animoso pero la carne es débil» (Mc 14, 38). No podemos ser
ingenuos y pensar que sólo con buena voluntad no caeremos en pecado. Jesús
insiste: «Oren para que no caigan en tentación», porque sabe que en el camino
de la cruz que todos vamos a recorrer experimentaremos nuestros límites y
nuestra fe es puesta a prueba.
Una
tentación constante para el orante primerizo será la de abandonar
repentinamente la oración porque ésta ya no nos aporta el gusto y la
satisfacción de los primeros días. El cristiano maduro sabe que la motivación
principal para orar es la fe, es decir, estar unidos a Dios sea como sea y no
tanto el sentirme bien, a gusto y en paz. Por eso, no hay que sorprenderse ni
desanimarse, porque bien sabemos que Dios quiere purificar nuestra oración de
esos gustos sensibles, valiosos en los comienzos, pero que después constituyen
verdaderas trampas que nos hacen buscar no al Dios de los consuelos, sino los
consuelos de Dios.
Ef 6,18-19
Col 4,2-3
Son
consejos de San Pablo para que seamos «perseverantes en la oración» y nunca la
abandonemos sea de noche o de día, es decir, en todo momento. Y sabemos que
Dios no nos pide imposibles, una vez que nos pide que «oremos siempre» (Lc 18,
1) es porque podemos.
Esa
perseverancia en la oración que todos queremos alcanzar pasa por periodos de
desánimo y desfallecimiento en los comienzos, incluso de infidelidad, pero si
nos empeñamos la Gracia de Dios actúa para que no abandonemos la oración y la
tibieza vaya reduciéndose poco a poco. Nunca la oración es un capricho que «nos
nace» de vez en cuando o cosa de un entusiasmo pasajero.
Es
interesante el ejemplo que nos da el P. Molinié para que comprendamos la
naturaleza de la perseverancia: «Es la paciencia de la araña que vuelve a
empezar indefinidamente su tela cada vez que la ve destruida. Es una tenacidad
íntima, secreta y dócil, en las antípodas de la testarudez, de la rigidez y del
entusiasmo. Es una virtud profundamente humilde y recíprocamente, la humildad
es profundamente perseverante, no se desanima nunca. Sólo el orgullo y solo él
es el que se desanima.»
Así
pues, en los difíciles caminos de la oración, de lo que se trata es de «no
rajarse». Batallar y batallar contra todos los obstáculos sin cansarse ni
desanimarse. Por eso, El verdadero orante ya no se atormentará averiguando si
su oración es buena o si va avanzando en la vida espiritual, sino que le
importará más bien saber «como no cansarse nunca» o «como no desanimarse
jamás».
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