Muchos
católicos que asisten a la celebración eucarística dominical se quejan de que
ésta es demasiado aburrida. Ciertamente, observamos en ocasiones celebraciones
rapidísimas, sin homilía ni cantos dándonos cuenta del poco fervor por parte
del sacerdote y de los fieles, los cuales se apresuran a dar cumplimiento a
esta obligación.
Buscando
una respuesta a esta pregunta nos ponemos a pensar, ¿será la solución, acaso
adornar las celebraciones quitando las largas oraciones y los sermones y
añadiendo música moderna atractiva? ¿O quizás uno de esos nuevos efectos
electrónicos, luces y pantallas para atraer a tantos jóvenes que rechazan la
Misa?
Sin
despreciar, desde luego, todo aquello que puede enriquecer la celebración y
disponer a los fieles a una mejor participación (buen equipo litúrgico, una
buena homilía, cantos apropiados, etc.). Creo, como sacerdote, que la causa por
la cual tantos católicos bostezan a la hora de la celebración es porque se
ignoran los fundamentos principales de ese don maravilloso por el que Cristo
acompaña a su Iglesia.
Fundamentos y
explicación de la Eucaristía
Por
ello nos disponemos aunque sea brevemente a repasar y reflexionar en las
palabras con las cuales Cristo instituye este sacramento.
Cuando
llegó el momento de separarse de los suyos. Jesús quiso dejarnos su mejor
recuerdo y la mejor herencia. Pudo habernos dejado un retrato, pero no creyó
que su aspecto físico fuera lo más importante. Pudo también, habernos dejado
muchos bienes materiales, pero éstos se acaban y además Él era muy pobre porque
había renunciado a todo tipo de posesión. Tuvo en cambio la idea maravillosa y
genial de dejar el pan y el vino, transformados en su Cuerpo y su Sangre, como
el gesto más expresivo de que quería quedarse con nosotros para siempre como el
mismo alimento cotidiano.
«Después
tomó pan y dando gracias lo partió y se lo dio diciendo: “Esto es mi Cuerpo que
es entregado por ustedes”» (Lc 22, 19- 20).
Estas
palabras son como una síntesis de toda la vida de Cristo que se dio
generosamente y obedeció en todo la voluntad del Padre. Son expresión de su
pasión y muerte a fin de que todos nosotros tuviéramos vida y gracias a su
Cuerpo y su Sangre, la tuviéramos en abundancia.
«Hagan
esto en memoria mía» (v. 19), no sólo se refiere como vamos a ver, al gesto
ritual, sino a la actitud que debemos tomar todos de ofrecernos totalmente como
Cristo lo hizo. La Eucaristía se presenta como el memorial de cómo Cristo
vivió, para que por nuestra participación en ella nosotros vivamos
entregándonos a nuestros hermanos como Él lo hizo.
Ahora,
analizaremos la Eucaristía en cuanto a cuatro puntos principales para revisar
nuestra participación y entender los fundamentos de la misma celebración.
Su Institución
Sabiendo
que había llegado la hora de partir de este mundo, después de darnos el
mandamiento máximo del amor, quiso dejarnos prenda de este amor para no alejarse
nunca de nosotros y hacernos partícipes de los frutos de su pasión. Por ello
instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y resurrección. Por memorial
debemos entender no sólo un recuerdo de un acontecimiento pasado, sino la
proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres;
significa hacer presente, dar sentido actual a su Pascua.
Cuatro
veces encontramos narrada la institución de la Eucaristía; tres veces en el
evangelio (Mt 26, 26- 29; Mc 14, 22- 25; Lc 22, 19- 20) y una vez en la primera
carta a los Corintios (1 Co 11, 23- 35). Las primeras comunidades cristianas
fueron fieles a estas palabras del Señor y celebraron en su nombre este
sacramento. Asimilaron que por esta celebración no sólo se acordaban de Cristo,
sino que los introducía al mismo misterio de su muerte y resurrección.
Obviamente, la celebración exigió que se realizara con todos los gestos de
Jesús: Tomar el pan y el vino para que fueran transformados en su Cuerpo y en
su Sangre.
En
el libro de los Hechos de los Apóstoles (2, 42- 47) se aclara que se realizaba
el primer día de la semana, es decir, el domingo Día del Señor. Era toda una
celebración que reunía a los cristianos para festejar la victoria de Cristo;
escuchaban la enseñanza, partían el pan y convivían con alegría y sencillez.
Hasta nuestros días la celebración eucarística se ha venido realizando en todas
partes con esta misma secuencia: Enseñanza apostólica «Palabra de Dios»,
«fracción del pan» y «oración y comunión fraterna».
Una
vez que el católico es evangelizado también llega a considerar la Eucaristía
como una gran fiesta, un banquete en el que Dios nos da lo mejor de sí: La
Palabra que es la voz de Dios que nos anima a seguir adelante en la lucha de la
vida y el alimento que es Cristo. Por eso cuando asistimos a una Misa y no
escuchamos ni comulgamos equivale al caso de ir a una comida y no haber comido.
Presencia Real de
Cristo
El
modo de la presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas pan y vino es muy
especial. Pone a la Eucaristía por encima del resto de los sacramentos, pues en
ella está contenido «verdadera, real y substancialmente» Cristo en Cuerpo, Alma
y Divinidad.
El
valor del sacramento definitivamente, va más allá de ser un símbolo de utilidad
pedagógica. Realmente realiza eficazmente lo que significa. El pan y el vino
consagrados no sólo recuerdan que Cristo se da a nosotros sino realmente
recibimos a Cristo que se hace sustancia nuestra, de manera que podamos decir
como san Pablo: «Ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,
20).
Para
explicar esta presencia milagrosa, la Iglesia ha utilizado la tradicional
teoría de la «Transubstanciación» que explica que por la consagración por parte
del sacerdote y con el poder de Dios tiene lugar una conversión de las
substancias del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Esta transformación
que ocurre, es inaceptable para la mentalidad científica, que entiende el
concepto «substancia» más bien ligado a la composición química, la cual sigue
inalterable. Substancia para el creyente es más bien la realidad última, el ser
profundo del pan y el vino, que en apariencia siguen conservando sus
características propias. Todos los hombres encontramos mucha dificultad para
aceptar este hecho incomprensible a la razón (cfr. Jn 6, 60). Sin embargo, para
animar la fe de los débiles, Dios ha permitido en algunas ocasiones los famosos
milagros eucarísticos en los que contemplamos evidentemente el Cuerpo y la
Sangre de Cristo. Recordamos el milagro de Lanciano, Italia, que animó no sólo
la fe de los fieles sino la del propio sacerdote que dudaba que por sus propias
manos pudiera darse este milagro.
Hoy
en día los teólogos se empeñan en poner nuevas teorías que expliquen esta
transformación, pero sea como fuere, el católico cree y acepta la presencia
real no sólo como una teoría o explicación racional, sino como un gran milagro
que antes de cuestionar debemos agradecer. La más grande prueba de la presencia
de Cristo en la Eucaristía son, sin duda, los frutos de santidad entre los
fieles y los ánimos de servicio que genera en todos los que comulgamos.
De
ahí puede explicarse la tibieza de muchos católicos para asistir a la
celebración pues al no querer o no poder comulgar no le encuentran sentido a su
participación.
Con
las palabras: «Hagan esto en memoria mía», Jesús mandó a sus apóstoles a
repetir este gesto en memoria de su sacrificio redentor. Sin embargo, para los
primeros cristianos la Eucaristía, más que un mandato, era una celebración al
modelo de una fiesta en la que Cristo vuelve a partir el pan como lo hizo en su
última pascua entre los hombres. San Juan Crisóstomo decía: «En la Eucaristía,
Cristo se halla entre nosotros, ¿hay mayor prueba de que es una fiesta?».
Por
lo mismo, hablar de la «obligación de ir a Misa» ya da una idea de que no hemos
captado la esencia de la celebración. Pareciera como si nosotros le hiciéramos
un favor a Dios participando en ella. Y es que al asistir a la Misa nos abrimos
a todo lo bueno que Cristo quiere darnos que son los frutos de su pasión y
muerte. El no participar plenamente equivale a hacer inútil el sacrificio de
Cristo.
Obviamente,
esta luz, tiene que ser un descubrimiento enteramente personal fruto de un
encuentro con Cristo a través de su Palabra. No se puede forzar a alguien para
que participe de la celebración cuando no está convencido ni evangelizado. Por
lo mismo, es conveniente que haya una adecuada catequesis previa y un
seguimiento posterior a la primera comunión para que ésta no sea la última y el
niño o joven capte la importancia de la comunión frecuente. El testimonio de
los padres de familia es determinante.
La Eucaristía como
sacrificio de comunión entre Dios y los hombres
Otro
gran aspecto de este sacramento es su consideración como sacrificio de comunión
con Dios, por el cual la muerte de Cristo en la cruz para darnos la comunión
con el Padre, permanece siempre actual. El Concilio Vaticano II nos dice:
«Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz en el que Cristo
nuestra Pascua fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención.» (LG 3).
Este
carácter sacrificial se manifiesta en las mismas palabras consagratorias «Beban
todos porque esta es mi sangre, la sangre de la Alianza que es derramada por
una muchedumbre para el perdón de los pecados» (Mt 26, 28). De este modo, cada
vez que participamos de la Eucaristía actualizamos el sacrificio por el cual
Cristo mismo se ofrece como víctima para salvarnos, pero Él ahora ya no sufre
porque está resucitado y glorioso a la diestra del Padre.
Al
mismo tiempo, La Eucaristía nos integra a la comunidad pues Cristo se presenta
como Cabeza del Cuerpo de la Iglesia que formamos todos los bautizados. Por eso
todas nuestras vidas, junto con nuestras alegrías y sufrimientos, nuestros
trabajos y oraciones, adquieren en Cristo un nuevo valor. Todo sacrificio
presentado en el altar da a todos los hombres la posibilidad de unirnos al
Padre, por los méritos de Cristo que se ofrece por nosotros y nos une como una
sola familia.
Por
lo tanto en la Eucaristía, no debe haber injusticias, divisiones o rivalidades,
porque estas se oponen en sí mismas a la esencia de este sacramento de
comunión. En los primeros tiempos del cristianismo, tal era el respeto a la
Eucaristía que los fieles que tenían problemas entre sí y no se habían
reconciliado no debían acercarse pues profanaban el Sacramento (cfr. 1Co 11,
17- 34).
Hoy
en día, todo esto se ha perdido de vista y la celebración eucarística para
muchos católicos está totalmente fuera de la realidad ordinaria. Considerada
sólo como auxilio de un Dios que está fuera de este mundo, incapaz e impotente
de realizar la justicia. Si es así, la Misa parece no decirnos nada y está sin
relación con la vida personal y social, ¿será por esto que la Misa nos parece
aburrida?
La
solución entonces, para una mejor y mayor participación en la Misa, no la
debemos esperar sólo de un buen sacerdote que celebre fervorosamente, una buena
liturgia y cantos, que sería lo ideal; sino más bien de una buena evangelización
que presente a la Eucaristía como el centro y el culmen de la vida cristiana.
Si hemos hecho esta experiencia vital con Cristo, la celebración se convierte
no en obligación o costumbre sino en una necesidad apremiante, porque ella nos
alimenta del amor y la gracia para poder seguir adelante.
TAREA
mandarla al correo:
1.-
¿Qué es la Eucaristía como sacramento y como sacrificio?
2.-
¿Cómo explicas la presencia real de Cristo en la Eucaristía? ¿Es auténtico
milagro?
3.-
¿Cuál sería tu actitud hacia el tipo de personas que no quieren saber nada de
la Misa?
4.-¿Qué
sugerirías para que la Misa fuera mejor aprovechada?
Ayúdanos para seguir con este apostolado
Gracias por apoyarnos
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