domingo, 7 de febrero de 2021

Oración en el Apostolado - 2da lección curso orar evangelizando

2da Lección


LA BIBLIA NOS ENSEÑA A ORAR

La Biblia ocupa un lugar central y privilegiado en la experiencia de la oración. No olvidemos que nos narra la Historia de la Salvación en la cual los hombres «santos y pecadores» se dirigen a Dios para alabarlo, darle gracias y pedirle favores. Por eso la Biblia presta un servicio precioso a los orantes, porque nos ayuda a comprender la dinámica de la oración en situaciones y circunstancias concretas.

Prestemos atención a estas reflexiones para que aprovechemos las experiencias de éstos hombres.

 

Todos, al menos una vez en nuestra vida, deberíamos acercarnos a la Biblia y considerarla con particular detenimiento, porque no sólo es la Palabra que nos habla de Dios para que lo conozcamos más, sino que también nos une directamente a su Misterio, haciendo posible este diálogo que es la oración. Si así lo hacemos aprenderemos a escuchar a Dios con atención y a responder a sus llamadas de amor que constantemente dirige a lo largo de nuestra vida. Entonces la Biblia llegaría a ser para nosotros lo que debería ser: una escuela de oración.

Una escuela de oración en la que los maestros nos muestran la oración no a través de técnicas y discursos sino principalmente a través de lecciones de la vida.

 

Nuestros antepasados en la fe nos enseñan a orar en los momentos de contrariedad y nos muestran cómo podemos obtener de Dios favores; nos enseñan también a dar gracias por todos los beneficios que nos concede. Y aún más, nos invitan a alegrarnos con Dios y alabarlo. La Biblia nos enseña que no hay mejor escuela para la oración que la vida misma.

 

La Biblia también nos exhorta a orar siempre, en todo lugar y en toda circunstancia. Hemos dicho que la vocación innata del hombre es estar unido a Dios, así que la Palabra se encarga de recordarnos que debemos estar siempre en oración. Más aún, la experiencia de todo cristiano es que la misma Palabra nos motiva a la oración. Siempre que escuchamos y meditamos la Palabra con humildad, ésta nos lleva a la oración.

 

Así pues hermanos, acerquémonos a la reflexión de algunos textos para comprender a partir de la experiencia viva de los orantes de la Biblia.

 

EJEMPLOS DE HOMBRES QUE REZAN

1 Sam 1. 9-18

En la antigüedad, la esterilidad era considerada como una gran humillación que privaba a la persona de ver prolongar sus días en los hijos. Por eso, una mujer estéril como Ana podía sentirse muy triste y desgraciada, sobre todo cuando era el blanco de las burlas. Pero ella en vez de resignarse oró ante Dios, sabedora que Él tiene el poder para realizar imposibles. Ella está convencida de que por su oración Dios le concederá lo que le pide.

 

Subrayamos particularmente los v. 9. 12. 13.15. 16 que insisten en mostrar a este mujer orando humillada ante Yahvé de los ejércitos, al punto que parecía una borracha. Dios mira la aflicción de sus siervos y su respuesta siempre va más allá de lo que éstos piden, pues Samuel no será sólo el hijo deseado sino un gran profeta para todo el pueblo.

 

Es muy importante hacer notar, especialmente al orante principiante, la fidelidad y la perseverancia de Ana que oró «durante mucho rato». Nunca podemos esperar frutos rápidos de nuestra oración pues Dios nos hace esperar para poner a prueba nuestra humildad. Por ello se exige al orante mucho ánimo y ese deseo punzante de súplica y humillación para alcanzar de Dios lo que El mismo quiere darnos.

 

1 Sam 1, 9-18

La Reina Ester también nos descubre en su oración que si queremos experimentar los auxilios de Dios, debemos estar dispuestos a las más caras humillaciones. Ella se vistió de luto, se cubrió de cenizas y castigó su cuerpo para mostrarle a Dios la pureza de su intención: la salvación de su pueblo. «Súplica» sería la palabra clave para tratar de explicar la naturaleza de una oración de petición eficaz.

 

Hay muchas personas que al intentar pedir a Dios gritan y exigen, sin embargo, no son capaces de arrodillarse. Son capaces de meditar y reflexionar pero hay algo que les impide acceder a las puertas de la verdadera oración: el orgullo y la soberbia. Otros, en cambio, por su humildad, como la Reina Ester, logran fácilmente este estado de súplica en su corazón y consiguen de Dios los más grandes favores.

 

Es obvio que alcanzar tal estilo de oración resulta muy difícil pues se opone a la misma naturaleza humana. La súplica lleva a la persona a una verdadera deflagración personal, es decir, la lleva a humillarse, a salir de sí.

 

La Reina Ester no tuvo miedo ni le importó el qué dirán, se resolvió a pedir desde el fondo de su corazón aquello que era legítimo: la Paz para su pueblo.

 

Para comprender que la súplica es definitiva para la construir nuestro diálogo con Dios. Baste ver como suceden las cosas en el plano de las relaciones humanas. Cuando hay un problema de comunicación entre dos personas, que por puro orgullo no se hablan, no parece haber solución posible. A menos que alguna de ellas se resuelva a salir de sí misma, sea valiente para humillarse y darle la cara a la otra para hacer las paces.

 

Y así como la súplica es la solución a todos los problemas de comunicación, así también es vital en la oración cristiana. Por eso, si no se está dispuesto a pedir y a mendigar y a lanzar nuestra plegaria: ¡Señor ten piedad de mí! como tantos pobres que alcanzaron favores de Cristo, no se puede experimentar la gracia ni la misericordia divinas.

Mt 8, 5-13

El Nuevo Testamento también está lleno de muchos ejemplos de hombres que oran. El centurión romano que pide a Jesús la sanación de su sirviente es el modelo de creyente para todos los que creemos en el poder infinito de Cristo. La expresión «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, di una palabra solamente y mi sirviente sanará» (v. 8), usada también en la liturgia Eucarística para afirmar nuestra confianza en la presencia de Cristo, es la muestra de una oración humilde y confiada.

 

La seguridad y la confianza en el poder de Cristo hacen nuestra oración más viva y eficaz, ya que tenemos por cierto que nada es imposible para Dios. Esta expresión repetida varias veces en el Evangelio confirma la idea central de que la fe lo puede todo. Jesús presenta a este propósito dos parábolas significativas sobre la higuera y la montaña desplazada en el mar (Cfr. Mt 21, 18-22).

 

Esto nos lleva a decir que la fe no es una adhesión intelectual a una verdad, sino un movimiento del corazón, una adhesión personal a Cristo, el Señor

 

Todopoderoso que nos da capacidad de poderlo todo. Se ve claro, en el texto en cuestión, que la fe del centurión es lo que condiciona la eficacia de la oración.

De este modo se comprende el porqué, a pesar de pedírselo a Dios con insistencia, no logramos perdonar a tal persona o no logramos ser perseverantes o caritativos o no logramos desarraigar un defecto o vicio añejo, etc. La respuesta es obvia: No tenemos una confianza suficiente en el poder del Señor y por eso nuestra oración es tibia.

 

Lc 18, 9-14

Este publicano que no se atrevía siquiera a entrar en el templo ni a levantar los ojos al cielo por sentirse profundamente pecador, oraba así: «Dios mío ten piedad de mí que soy un pecador» (cfr. v .13). Él es el modelo del pecador arrepentido, que al orar se llena de la Gracia divina, enseñándonos que en la oración es esencial, primeramente, reconocer con humildad nuestros pecados para reconciliarnos con Dios.

 

En cambio, el fariseo que cumplía con las exigencias de la ley pero se atribuía a sí mismo sus logros, se sentía satisfecho y creía no necesitar de la misericordia divina, al tiempo que se sentía mejor que los demás. Un pecador que no reconoce sus pecados y pide perdón por ellos es semejante a este hombre que al sentirse justo o bueno se cierra a la reconciliación. Por ello, es preciso que aprendamos la lección: Mientras no experimentemos la miseria de nuestro pecado y no vayamos humillados a Dios a implorar misericordia, no seremos capaces de orar.

 

De hecho la oración se presenta como el recurso para que los pecadores reconozcan sus pecados e imploren la misericordia divina. Entre más oración hagamos más conscientes debemos ser de nuestros límites personales. Es por eso normal que muy a menudo surja en nosotros la duda: ¿De qué me sirve orar, cuando cada día experimento más mi miseria y debilidad? ¿Está la oración negada a pecadores empedernidos como yo? Pero debemos entender que, precisamente es la situación a la que debemos llegar, para poder lanzar desde el fondo de nuestro corazón lastimado por el pecado, ese grito de súplica que no puede brotar.

 

En este sentido, la fe está íntimamente ligada a la humildad, pues los actos de confianza son el privilegio de los humildes, los elegidos en la historia de la Salvación. Comprendemos entonces el interés de Jesús para que sus discípulos sean humildes y aún más, tengan ese espíritu de niños para confiarse en Dios y abandonarse en sus planes. La humildad es la condición sine qua non puede uno fiarse de Dios y por lo tanto orar. Nunca hay que mirarse a sí mismo, sino a Dios y lo que Él puede realizar en nosotros.

 

Exhortación a la oración

La Biblia nos presenta también numerosas exhortaciones a orar siempre, sin desfallecer. Veamos:

Lc 21,36

«Por eso, estén vigilando y orando en todo tiempo para que se les conceda escapar de todo lo que debe suceder y puedan estar de pie delante del Hijo del hombre.»

 

Nunca podemos dejar de orar por nuestra propia salvación, especialmente porque conocemos que «El espíritu es animoso pero la carne es débil» (Mc 14, 38). No podemos ser ingenuos y pensar que sólo con buena voluntad no caeremos en pecado. Jesús insiste: «Oren para que no caigan en tentación», porque sabe que en el camino de la cruz que todos vamos a recorrer experimentaremos nuestros límites y nuestra fe es puesta a prueba.

 

Una tentación constante para el orante primerizo será la de abandonar repentinamente la oración porque ésta ya no nos aporta el gusto y la satisfacción de los primeros días. El cristiano maduro sabe que la motivación principal para orar es la fe, es decir, estar unidos a Dios sea como sea y no tanto el sentirme bien, a gusto y en paz. Por eso, no hay que sorprenderse ni desanimarse, porque bien sabemos que Dios quiere purificar nuestra oración de esos gustos sensibles, valiosos en los comienzos, pero que después constituyen verdaderas trampas que nos hacen buscar no al Dios de los consuelos, sino los consuelos de Dios.

 

Ef 6,18-19

Col 4,2-3

Son consejos de San Pablo para que seamos «perseverantes en la oración» y nunca la abandonemos sea de noche o de día, es decir, en todo momento. Y sabemos que Dios no nos pide imposibles, una vez que nos pide que «oremos siempre» (Lc 18, 1) es porque podemos.

 

Esa perseverancia en la oración que todos queremos alcanzar pasa por periodos de desánimo y desfallecimiento en los comienzos, incluso de infidelidad, pero si nos empeñamos la Gracia de Dios actúa para que no abandonemos la oración y la tibieza vaya reduciéndose poco a poco. Nunca la oración es un capricho que «nos nace» de vez en cuando o cosa de un entusiasmo pasajero.

 

Es interesante el ejemplo que nos da el P. Molinié para que comprendamos la naturaleza de la perseverancia: «Es la paciencia de la araña que vuelve a empezar indefinidamente su tela cada vez que la ve destruida. Es una tenacidad íntima, secreta y dócil, en las antípodas de la testarudez, de la rigidez y del entusiasmo. Es una virtud profundamente humilde y recíprocamente, la humildad es profundamente perseverante, no se desanima nunca. Sólo el orgullo y solo él es el que se desanima.»

 

Así pues, en los difíciles caminos de la oración, de lo que se trata es de «no rajarse». Batallar y batallar contra todos los obstáculos sin cansarse ni desanimarse. Por eso, El verdadero orante ya no se atormentará averiguando si su oración es buena o si va avanzando en la vida espiritual, sino que le importará más bien saber «como no cansarse nunca» o «como no desanimarse jamás».

 

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